Me alcanza la noticia del fallecimiento de Drazen Dalipagic y el primer recuerdo que viene a mi cabeza tiene lugar en el pabellón de la ciudad deportiva del Real Madrid. Habíamos terminado el entrenamiento y, por rutina o porque la práctica le había sabido a poco, el yugoslavo se queda un rato más lanzando a canasta, sobre todo desde su lugar favorito: la esquina izquierda del ataque. Antes de irme hacia el vestuario, me quedo observándole, todo un privilegio tratándose de uno de los mejores tiradores de la historia del baloncesto. Los lanzamientos se repetían con asombrosa similitud. Su mecánica de tiro era elegante, fluida, sin ninguna sospecha de esfuerzo. Viéndole con su altura sacando la pelota desde tan arriba, entendías la dificultad que entrañaba su marcaje, entre difícil e imposible. La cara, como siempre hierática, de hombre serio con bigote. Y lo más importante, su acierto, fuera del alcance de la mayoría. Me dije a mí mismo que en cuanto fallase un tiro me iba a duchar. Me quedé frio esperando.
